… SANTO DOMINGO ESTUVO A PUNTO DE DESTRUIR SU PROPIA ORDEN?
Pues buenos estamos, con lo que nos ha costado llegar hasta aquí… Pero sí, para muchos, el diagnóstico estaba claro: el castellano se había vuelto loco y había decidido tirar por tierra los esfuerzos de toda una vida. Lo peor es que, uno de los que apoyaban esta teoría era nada menos que… ¡el obispo Fulco! En fin, vamos a serenarnos y a ver con más calma lo que está sucediendo con nuestro querido amigo…
El viaje de vuelta desde Roma lo hizo casi corriendo, empujado por las ganas de contar a todos las buenas nuevas que traía del Santo Padre. La Orden aprobada, ¡era un sueño hecho realidad!
Antes de que pudiese llegar a los grandes portalones de la iglesia de San Román, ya estaba fray Juan dando la voz de alarma, avisando a todos de su regreso. Este navarrico inquieto no fue capaz de esperar a los demás, y salió corriendo a recibir a Domingo en plena calle. Nuestro amigo sonrió alegremente viendo el entusiasmo del más joven de la comunidad… ¡da gusto ser recibido así en casa!
Imagina el alboroto y revuelo de todos los frailes, ¡se morían de ganas por saber qué había pasado!
-Hermanos, hermanos… -suplicaba fray Beltrán- Un poco de calma, por amor de Dios… Dejad respirar a fray Domingo, que acaba de llegar…
De poco sirvieron sus ruegos, ¡¡llevaban muchos meses esperando!! Nuestro amigo sonrió a fray Beltrán, indicándole con un gesto que no se preocupara por él. Y, llevando a todos los frailes a la sala capitular, solemnemente fue mostrándoles las bulas que el Papa le había entregado y narrándoles cómo había ocurrido todo. ¡Los pobres iban de sorpresa en sorpresa!
Cuando el castellano terminó su relato, alguno se lanzó a cantar un “Te Deum” dando gracias a Dios, que fue seguido con inmensa emoción por la comunidad entera. Y, acto seguido… ¡a celebrarlo con una sopita caliente! No es que fuese gran cosa, pero es lo que había para cenar, que fray Esteban no tenía mucho más en la despensa…
Los siguientes meses fueron un remanso de paz y tranquilidad, con visitas a Prulla para ver a las monjas, salidas a los pueblos cercanos para continuar predicando, clases, estudios… y oración, mucha oración. El castellano era consciente de que se estaban poniendo los cimientos de la nueva Orden, y había que ponerlos bien.
Sin embargo, Domingo no estaba tranquilo. Cada noche, volvía a la iglesia a pedir luz, a estar con su Señor… y, cada noche, le volvía a la mente y al corazón la visión que le regalaron san Pedro y san Pablo: los frailes marchando por el mundo entero… ir por los caminos… predicar de dos en dos…
Sí, no podía esperar más: esa visión debía hacerse realidad.
***
-Es una locura, fray Domingo -sentenció el obispo Fulco, visiblemente preocupado- Cuando oí la noticia de que pretendéis separar a vuestros frailes, pensé que era una invención malintencionada, ¡no puedo creer que sea cierta!
-Siempre os he considerado un hombre sensato… y un amigo -el conde Simón de Montfort iba midiendo cuidadosamente cada una de sus palabras. No le resultaba sencillo a este general mantener la compostura, acostumbrado como estaba a estallar en cólera ante la más mínima contrariedad- Domingo, reconsiderad vuestra estrategia. Podrá hacerse, pero de otra manera, más adelante, cuando la comunidad sea numerosa… Desde mi experiencia militar os garantizo que dividiros ahora es perder la batalla de antemano.
-¡Y, además, vuestros frailes están aprendiendo a serlo! -insistió Fulco- Con las dificultades de transporte y de comunicación, ¿cómo van a seguir unidos? ¿Qué va a ser del carisma, de la vivencia, del espíritu de vuestra Orden, si se separan tan pronto de su padre y fundador? ¡¡Todo se perderá!!
Tanto el prelado como el señor de Toulouse continuaron dando argumentos y razones, casi quitándose la palabra el uno al otro, nerviosos ante lo que les parecía una evidente metedura de pata que podía dar al traste con todos los esfuerzos de los últimos años. Los dos habían apostado por el proyecto de Domingo y, cada uno a su manera, lo habían protegido… ¡y ahora resulta que el que debía ser el primer interesado en cuidarlo, iba a exponerlo a todos los peligros imaginables! ¿En qué rayos estaba pensando?
Al cabo de un buen rato, el general y el obispo, después de hablar sin parar ni a respirar, por fin, hicieron silencio, esperando la respuesta de Domingo. Los dos sabían del carácter terco de los castellanos, y Domingo no era una excepción… pero también era un hombre humilde… capaz de reconocer sus errores y rectificar… ¿Habría comprendido que su plan era descabellado de principio a fin?
La respuesta de nuestro amigo ha llegado hasta nuestros días, así que es el momento de que esta narradora se retire, para que escuchemos a Domingo con sus propias palabras.
Su voz limpia y clara resonó por toda la sala. Mirando a sus dos amigos, solemne, sereno, seguro de la promesa del Señor, respondió en su castellano antiguo:
-Yo sé bien lo que me fago. El trigo amontonado se pudre; disperso, da mucho fruto.
PARA ORAR
-¿Sabías que… el Señor también pone en riesgo Su obra cada día?
La Salvación de la Humanidad, traernos el perdón y el amor del Padre, a Cristo le costó toda su sangre en la Cruz. ¡Es un precio muy alto! Pero, una vez conseguida la victoria… ¡¡la pone en nuestras manos!!
Cuando el Resucitado asciende al Cielo deja como responsables de continuar todo el plan de salvación de Dios a los discípulos. ¿A quién se le ocurriría semejante cosa? Ese puñado de hombres no solo eran pobres y rudos, es que en la Pasión demostraron ser también cobardes y traidores. ¿Confiarías en ellos?
¡Pero no termina ahí la locura! Porque, hoy, ¡¡Cristo pone su obra en nuestras manos!! Ha querido que Su amor llegue al mundo… ¡a través de ti y de mí! En nuestras pobres manos está el ser obstáculo o instrumento de Su amor.
¿Te das cuenta del acto de amor y confianza que Cristo realiza en ti cada día?
Caer en la cuenta de esto da mucho vértigo. Pero lo realmente impresionante es contemplar el “examen” que Jesús hace a Pedro antes de entregarle esta misión tan importante. No le pregunta “Pedro, ¿has entendido lo que supone mi sacrificio en la cruz?”… o “Pedro, ¿entiendes el sacramento de la Eucaristía, o de la reconciliación, o de…?”. ¡Son muy grandes y muy serios los misterios que estaban en juego! ¡Eran los cimientos de la Iglesia, estaba todo naciendo!
Sin embargo, Jesús se limita a preguntar: “Pedro, ¿me amas?” (Jn 21, 16).
Esa es la única pregunta que Cristo te hace cada mañana, lo único que pide de ti: una relación de amor, un amor tan grande que nos haga descubrir que Él camina a nuestro lado, un amor que se detiene a pedirLe que ponga Sus palabras en nuestros labios, un amor que permite que Él guíe nuestros pasos… Un amor que enciende nuestro corazón, ¡y nos empuja a trasmitirlo al mundo entero!
VIVE DE CRISTO