¿Sabías que... al salir del císter, Diego y Domingo se perdieron?

Escrito el 08/07/2020
Sión OP


Según narran los cronistas, Domingo y su obispo salieron del monasterio del Císter “a toda prisa”. Llevaban ya prácticamente dos años de viaje, y a Diego empezaba a pesarle el estar tanto tiempo fuera de su diócesis. No querían entretenerse por el camino. Obviamente, uno no se pierde a propósito... 

Así pues, hicieron las maletas, aparejaron los caballos y todo el grupo se puso en marcha hacia Castilla. Eso sí, el número de viajeros había aumentado considerablemente. Como vimos el mes pasado, Diego había pedido el hábito de la Orden Cisterciense, así que solicitó al abad que le permitiese llevarse a unos cuantos monjes a Osma, para que le ayudasen en la reforma de la diócesis y para poder vivir mejor el espíritu del Císter. El abad accedió a la petición, por lo que podemos imaginar que el grupo de viajeros ya era toda una caravana... 

El camino que tomaron fue el trazado de forma natural por los valles del Saona y del Ródano, descendiendo de nuevo hacia el Mediterraneo. Pasaron una noche en Lyon y continuaron su viaje hasta llegar a Montpellier. No sabían que la buena marcha de su ahora apresurado viaje... había llegado a su fin. 



Precisamente en Montpellier estaba celebrándose una asamblea entre varios abades cistercienses. Y, a decir verdad, las cosas en la susodicha reunión se estaban poniendo muy feas. 

Resulta que el Papa había enviado a estos nobles religiosos a predicar por aquellas tierras que, como ya hemos dicho, estaban plagaditas de herejías de todo tipo. Los abades habían dejado sus monasterios y, obedientes al Papa, se habían lanzado a predicar; eso sí, con un resultado funesto. Llevaban meses de misión, y no habían logrado absolutamente nada. 

Los ánimos estaban por los suelos. Unos proponían abandonar el asunto por imposible, y regresar a sus monasterios. Otros, al más puro estilo medieval, “monjes-guerreros”, consideraban que las palabras eran una pérdida de tiempo, y que lo mejor era pedir al Papa que convocase una cruzada. En una sola cosa estaban todos de acuerdo: no podían seguir así. 

En la Edad Media, era muy frecuente pedir consejo a los viajeros, a los peregrinos, a los que iban de paso. Se pensaba que, al haber llegado “por casualidad” en el momento y lugar exactos, tal vez podía ser un mensajero de Dios. 

Y eso fue lo que pensaron los abades en cuanto supieron de la llegada del obispo Diego. Seguramente ya habían oído hablar de él, de su sabiduría... ¡así que les pareció realmente un regalo del Cielo! 

Le expusieron toda la situación, los trabajos realizados, los penosos resultados... 

Mientras escuchaban, Diego y Domingo se miraron de reojo, conteniendo la respiración por la emoción. Aquellos misioneros necesitaban otra forma de enfrentar la misión... ¡y ellos llevaban años diseñando una nueva forma de evangelizar! Claro, que lo habían imaginado para los pueblos del norte, pero, ¿y si el Señor lo quería para las tierras francesas? Sus sueños de misión, ¡volvían a brillar! 

Los abades aguardaban en silencio una respuesta. Todos los ojos estaban fijos en los dos castellanos. Domingo y Diego volvieron a mirarse, sin poder creer lo que estaba sucediendo. Domingo animó al obispo con un leve gesto de cabeza.

Diego tomó aire de nuevo, y comenzó a exponerles las conclusiones a las que habían llegado tiempo atrás. Sus palabras quedaron escritas, y han llegado hasta nosotros:

-Habéis venido a evangelizar a los herejes con crecido y pomposo aparato de caballos y trajes y grandes gastos. No es así, hermanos, no es así, os lo aseguro, como conviene portarse. Ciertamente es imposible convertir, por la única fuerza de los discursos, a estos hombres que solo dan importancia a los ejemplos. Viniendo a hacer ostentación de vuestras riquezas, edificaréis poco, destruiréis mucho y no convenceréis a ninguno. Sacad un clavo con otro clavo: rechazad la santidad fingida con la verdadera virtud. 

Y entonces les propuso volver al Evangelio, predicar como Jesús, de pueblo en pueblo, sin alforja ni dinero, sin escolta ni caballos, mendigando el pan... ¡Sin nada! Bueno, no, llevarían libros, para estudiar. ¿Y descalzos? Tampoco, pues ese era un elemento que los herejes, especialmente los valdenses, habían adoptado como distintivo. Ellos eran predicadores católicos, así que irían calzados. 

El objetivo, en palabras de un autor de la época, era claro: “No dirían como los herejes: ‘Hay que despojar a la Iglesia’, sino que, despojándola en sus personas, la mostrarían a los pueblos con su pureza original”. 

Silencio. Toses incómodas. 

Las palabras del obispo retumbaban por la estancia, y los abades se miraban unos a otros, nerviosos. Es cierto que aquellas ideas encajaban con el ideal evangélico, ¡con los deseos de autenticidad que les habían llevado en su juventud al monasterio! Pero, la realidad era muy distinta: a nadie le entraba en la cabeza. ¿Predicar así, a lo pobre? ¿Y mendigar la comida? ¿Ellos, unos legados papales? ¡Solo eso les faltaba! 

¡Ah, pero que no cunda el pánico! Aquellos hombres, además de abades, eran grandes diplomáticos, así que encontraron al instante una respuesta... políticamente correcta. 

Ellos lo harían, sí, aseguraban, les encantaría seguir el modelo de Cristo y los apóstoles, predicando sin nada... pero era un proyecto tan nuevo... que no sabían muy bien cómo... Claro que lo harían... si hubiera alguien noble, de la jerarquía, que lo hiciese antes que ellos. 

Tal vez no midieron sus palabras. O tal vez no conocían lo suficiente el temple castellano. Lo que está claro es que no sabían con quién se estaban jugando las castañas: poco necesitaba el obispo Diego para aceptar tal desafío. 

Con toda la paz del mundo, miró a los abades y les dijo: 

-Muy bien, hermanos, es muy sencillo. Simplemente haced lo que me veáis hacer a mí. 

Y al instante llamó a su comitiva y les envió a Osma, con todo el equipaje, caballos, monjes... ¡todo! Tan solo se quedó con los libros de estudio, y con la fiel compañía de su querido subprior, que, desde ese momento, se llamaría solamente “fray Domingo” (es decir, “hermano Domingo”). 

Imaginad la cara de los abades al ver al señor obispo despojándose de todo y dispuesto a compartir la misión con ellos. ¡El hombre no había parado ni un segundo a pensárselo! 

Seguramente a muchos les movió el ardor evangélico de querer seguir a Cristo de forma radical; no descartamos que a otros les empujase un poquito el orgullo (“Si este puede hacerlo, ¡cobarde el último!”)... pero el hecho es que todos los abades renunciaron a su séquito y decidieron probar esa nueva forma de predicar. 

La apresurada vuelta a Castilla quedaba temporalmente aplazada... para experimentar a lo vivo lo que serían, años más tarde, los fundamentos de la Orden de Predicadores. 

 

PARA ORAR

-¿Sabías que... el Señor quiere utilizar todo lo que sucede en tu vida para el bien?

En este momento de la historia, Diego y Domingo llevaban 2 años cabalgando fuera de Castilla. Y, si analizamos su recorrido, descubrimos asombrados que el Señor fue guiándoles, como tomándoles de la mano, de forma que había llevado a los viajeros del sur al norte, y, después, del este al oeste, recorriendo toda Europa. Hasta ahora podríamos pensar que eran 2 años perdidos, en que habían soñado proyectos que quedaron reducidos a humo... 

Sin embargo, Cristo les había estado formando: les hizo descubrir de primera mano la realidad del mundo y de la Iglesia. Habían hablado con reyes, obispos, con herejes y campesinos, con el Papa y con soldados...  

Y, además de todo eso, les había dado tiempo, mucho tiempo, para pensar y orar. 

Por eso tenían las ideas tan claras cuando llegó la ocasión. Sin ellos saberlo, Cristo llevaba 2 años preparándoles para este momento.

Después de la multiplicación de los panes y los peces, Jesús da una orden muy precisa a sus discípulos. Les pide que recojan las sobras... “para que nada se desperdicie” (Jn 6, 12). ¡Y eso mismo dice en tu vida! 

Cada acontecimiento, aunque ahora mismo no parezca tener sentido, en manos del Señor florecerá cuando menos lo esperes. Quizá lo que vives hoy te sirva para comprender la situación que pase tu hermano dentro de un tiempo, y así podrás darle una palabra de aliento. Tal vez esa circunstancia de ayer te ha hecho aprender lecciones que serán claves mañana... 

No podemos abarcar todo el sentido de lo que nos ocurre, pero Cristo sí. Nuestra parte es preguntarnos: “Señor, ¿qué quieres que aprenda con esto?”. Trata de dejarte enseñar por el Maestro, ¡y confía! Quien va de la mano de Cristo, aunque no entienda todo, sabe que Él no improvisa: ¡siempre tiene un plan! 

VIVE DE CRISTO