15 « Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano.
16 Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos.
17 Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil y el publicano.
18 « Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.
19 « Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos.
20 Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.» (Mt. 18, 15-20)
Hoy nos habla Jesús de la corrección fraterna. Algo muy difícil de hacer, porque requiere en el que corrige una humildad de corazón y sencillez en las palabras. Y todo porque es una obra de misericordia y hay que hacerla con los mismos sentimientos de Cristo Jesús. Y, aun así, a veces, por culpa de nuestro pecado y de la resistencia a la gracia, no es bien acogida nuestra corrección. Pero no hemos de extrañarnos de esto porque, el aceptar que hicimos algo mal, es obra del poder de Dios en nuestro corazón que de duro se cambia en blando, humilde y piadoso.
Siempre con palabras suaves y no juzgando, sino disculpando y salvando la intención que siempre es buena, porque: ¿quién hay que desee el mal?. Lo que sucede es que elegimos “un bien” que no es tal,sino algo totalmente subjetivo. Dios nos tiene que enseñar a distinguir el Bien de esos otros objetos que tienen apariencia de bien, pero sólo lo son en un poco de brillo que nos deslumbra.
El Evangelio nos manda el ir con un hermano testigo para convencer al culpable y si no, nos pide, como última instancia, a la comunidad. Pero sabemos que, con frecuencia, nada es eficaz. Entonces, ¿qué hacer?: puedes ir al Espíritu Santo que es Quien solamente nos puede convencer de nuestro pecado. Él es una luz potentísima que deja al descubierto todos nuestros entresijos del alma. ¿No fue así como Dios acusó a sus elegidos como David ante su homicidio y adulterio? Y ¿no hizo otro tanto con San Pablo, el acérrimo perseguidor, derribándolo del caballo de su soberbia, auto justificación y autosuficiencia?
Por tanto, juntémonos con otros hermanos para pedir al Padre por el hermano pecador. ¡Él siempre nos escucha y, sobre todo, cuando nos reunimos en su Nombre!. Y es que, “su Nombre es Santo” y, sólo el pronunciarlo nos pone en presencia de Dios, Tres veces Santo. “La santidad de Dios es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término”.
Cuando suplicamos algo al Señor, no es a un rey de la tierra al que le pedimos, por muy poderoso que sea, sino que nos dirigimos al que es Todo Poder y Gloria y, puesto que es Él quien nos invita a acercarnos a su Santidad, ¿cómo no nos mirará con benevolencia y amor?. ¡Si nos ha dado a su Hijo! ¿cómo no nos dará todo con Él? . Por esto, “acerquemos al Trono de la Gracia para alcanzar misericordia”. Porque estas obras son las que nos santifican y le dan Gloria a Dios, porque también van llenas de una gran confianza en nuestro Padre Dios.
¡Señor, enséñanos a orar también reunidos en comunidad, con nuestros hermanos en la fe!. Su oración y la nuestra hacen fuerza al cielo que se abre siempre y derrama un cúmulo de gracias que el Espíritu Santo reparte como lenguas de fuego ahora, como sucedió en Pentecostés, en los inicios de la Iglesia.
¡Ahora y cada instante, tu Iglesia necesita tu fuerza y tu Amor! ¡Hazlo Señor! ¡Ven, Ven! ¡Qué así sea! ¡Amén!