13 Uno de la gente le dijo: «Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo.»
14 El le respondió: «¡Hombre! ¿quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros?»
15 Y les dijo: «Mirad y guardaos de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes.»
16 Les dijo una parábola: «Los campos de cierto hombre rico dieron mucho fruto;
17 y pensaba entre sí, diciendo: "¿Qué haré, pues no tengo donde reunir mi cosecha?"
18 Y dijo: "Voy a hacer esto: Voy a demoler mis graneros, y edificaré otros más grandes y reuniré allí todo mi trigo y mis bienes,
19 y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea."
20 Pero Dios le dijo: "¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?"
21 Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios.» (Lc. 12, 13-21)
“Sabe el Señor que los pensamientos del hombre son insustanciales”, es decir, fatuos y vacíos, sin sustancia de vida eterna. Así, los cálculos de este hombre que vio multiplicada su cosecha y se puso a “deliberar con su almohada”, es decir, con su necedad: “haré, construiré, almacenaré, y me diré: date a la buena vida”. ¿Dónde está la voluntad de Dios en todo este negocio?. Porque podía haberse dicho de forma contraria: “ahora que soy rico, puedo ayudar a muchos pobres y necesitados que les falta lo más necesario”... Pero no, este hombre se miraba a sí mismo y su prójimo, su hermano, estaba lejos de sus planes y de su vida y así la codicia comenzó a echar raíces en su corazón.
“Aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes”. La vida del hombre tiene Dueño: Dios, que la ha creado, y no precisamente para llenarse de bienes de esta tierra, sino de obras que salten hasta la vida eterna. Y estas obras son: la misericordia y la piedad, la compasión y la búsqueda de lo que a Dios agrada y el amor a Dios sobre todas las cosas y sobre sí mismo y a lo que tiene porque nada es suyo, con derecho de propiedad, sino para gestionarlo y multiplicarlo para Dios: “cincotalentos me dejaste, mira he aquí otros cinco que he ganado. Bien,siervo bueno y fiel, pasa al banquete de tu Señor”.
¡Oh Dios mío, líbranos de toda clase de codicia, de toda ambición, pues estos todos son frutos del Diablo que siempre anda engañándonos y atrayéndonos hacia sí para perder el alma!. Miremos a “Cristo que, no codició hacerse igual a Dios, al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos y... se sometió a la muerte y una muerte de cruz”.
¿Caemos bien en la cuenta de que Jesús es Dios y posee todo por derecho al ser su Creador? Todas las cosas nos las dio, no para perdernos con ellas, sino para que nos sirvamos de estas en vistas a la Salvación, a llegar al Bien Absoluto, a la Vida Eterna. ¡Seamos señores de las cosas y no sus siervos y sus esclavos!
Pero en esta batalla no podemos elegir bien y ser fuertes en nuestra opción sin la ayuda y el escudo del Espíritu Santo, que clarificará el ojo de nuestro corazón y nos dejará ver, a la luz de Dios, que los bienes eternos son nuestra herencia perpetua y nos están aguardando para gozar de ellos plenamente y sin rastro de decepción o añoranza: “¡Danos a gustar Señor del torrente de tus delicias, porque en Ti está la Fuente viva y tu Luz nos hace ver la Luz”!
Y cuando Dios nos reclame el alma, digamos desde nuestra voluntad rendida: “¡Ya voy Señor, aquí estoy, mándame! ¡Ven y haz en mí tu voluntad! ¡Qué así sea! ¡Amén! ¡Amén!