38 Saliendo de la sinagoga, entró en la casa de Simón. La suegra de Simón estaba con mucha fiebre, y le rogaron por ella.
39 Inclinándose sobre ella, conminó a la fiebre, y la fiebre la dejó; ella, levantándose al punto, se puso a servirles.
40 A la puesta del sol, todos cuantos tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaban; y, poniendo él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba.
41 Salían también demonios de muchos, gritando y diciendo: «Tú eres el Hijo de Dios.» Pero él, conminaba y no les permitía hablar, porque sabían que él era el Cristo.
42 Al hacerse de día, salió y se fue a un lugar solitario. La gente le andaba buscando y, llegando donde él, trataban de retenerle para que no les dejara.
43 Pero él les dijo: «También a otras ciudades tengo que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he sido enviado.»
44 E iba predicando por las sinagogas de Judea. (Lc. 4, 38-44)
Cuando el sol se esconde tras las montañas, hay otro Sol incomparablemente mayor que luce entre los hombres. Este es Jesús, la Luz del mundo sobrenatural. Él viene a disipar las tinieblas del espíritu que el hombre experimenta cuando se aparta de Dios y se entrega a otros dioses que no son Dios. Y las obras de las tinieblas traen consigo la ceguera del alma y como repercusión, las dolencias del cuerpo, y tantas enfermedades que afligen la vida de los hombres. Y esto es así, porque lo primero que destierra Jesús en ellos es el pecado. “Tus pecados quedan perdonados” y así, el espíritu está presto para ser iluminado por Dios.
Cuando el espíritu está ya purificado, Jesús pone su mano sobre la carne enferma y le devuelve la salud. Y, esto no lo hace en serie, sino uno por uno. Cada hombre es objeto de la solicitud divina porque, uno a uno, nos ha creado en amor y por amor. Y, así mismo, nos quiere salvar regalándonos la vida eterna, “uno por uno”. Y nos preguntamos: “¿qué tengo yo Señor que mi amistad procuras?, ¿qué interés se te sigue Jesús mío que pasas las noches a mi puerta llamando insistentemente?”. Dios es como el mendigo y nosotros como el gran señor. “¡Oh Jesús, no nos dejes en nuestra natural ceguera sino, hazte presente a nuestro corazón duro y que, tu gracia, con paciencia, lo rompa y pueda entrar en él el Amor, pues éste es el deseo de tu Sagrado Corazón!
Pero, así como pides permiso al hombre en su libertad, con los demonios no actúas de la misma manera, sino que los arrancas de la vida de los hombres y los sumerges en “las mazmorras de las tinieblas”. Ellos, según la fe, fueron puestos a prueba en su libertad para seguir y servir sólo a Dios y no a sí mismos. Y su decisión fue irrevocable en un solo acto libre porque, al ser espíritus puros, no estaban sometidos al error o a la ignorancia, como estamos los hombres. De aquí la condescendencia y paciencia de Dios con nosotros, pero no con los espíritus demoníacos.
La venida de Jesús a nuestra tierra en su Encarnación, nos libró para siempre de estos seres indeseables. A todos ellos los expulsó de nuestras almas, por la fuerza de la Sangre Divina derramada en la Cruz. Allí, se realizó el gran milagro de recuperar para siempre nuestra filiación divina y ser eternamente, también, felices junto a Dios.
¡Si los demonios, Jesús, te confesaban Hijo de Dios y decían bien, sin error, ¿cómo no haré yo más que ellos que “me has curado y me has hecho revivir” a la vida del amor y de la gracia? ¡Quiero, Señor, que mi vida sea una continua acción de gracias por tu Amor y con tu Amor! ¡Quiero, una vez envuelto en tu gracia, predicar tu Evangelio a toda criatura y hasta en los confines del mundo! ¡Como tú, Jesús, que al quererte retener en los estrechos confines donde curabas, les decías: “es necesario que proclame el Reino de Dios también en las otras ciudades, pues para esto he sido enviado”! Tu predicación es para todos, aunque sólo muchos lo acojan y se alimenten de tu Palabra.
¡Enciende Señor en mí el celo por la salvación de las almas, pues has puesto en mis manos las herramientas para ello: la curación, el expulsar a los demonios y bautizar en tu Nombre! ¡Jesús, qué así sea! ¡Amén! ¡Amén!